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Las normas de la casa

Una novela

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About The Book

Más allá del cociente intelectual de un genio, de su memoria fotográfica, sus citas cinematográficas o sus increíbles conocimientos sobre criminalística, lo que los demás ven en Jacob Hunt es su asperger. Un síndrome que le impide interpretar de manera correcta las situaciones sociales. Su madre Emma, una mujer divorciada, ha construido la vida de su familia alrededor de las necesidades de su hijo mayor, aun a costa de su car­rera y casi ignorando a su otro hijo Theo. Pero cuando la pequeña ciudad donde viven se ve sacudida por un terrible asesinato y la policía acude a interrogar a Jacob como sospechoso, todos esos comportamientos característicos del asperger —no mirar a los ojos, los tics nerviosos, la carencia de emotividad— se vuelven en su contra como una confesión de culpabilidad, y esa vida cuidadosamente labrada por Emma, y que tanto esfuerzo le ha costado, se viene abajo.

Las normas de la casa, bestseller número 1 del New York Times, orquestada por una de las autoras más leídas en el mundo, dibuja una novela negra con argumento judi­cial, humor y una desbordante profundidad psicológica. Jacob es culpable de decir cosas inapropiadas, es culpable de sacar de sus casillas a su hermano Theo; es culpable de todas aquellas cosas extrañas para la gente que no comprende lo que es vivir con el síndrome de asperger. Jacob Hunt es diferente.

Excerpt

Las normas de la casa 1 EMMA
Allá donde miro hay signos de lucha. El correo está esparcido por el suelo de la cocina, los taburetes patas arriba. Han tirado el teléfono de su mesita, y tiene la batería colgando de unos cables como si fuese un cordón umbilical. Hay una única y tenue huella en el umbral del salón, y apunta hacia el cadáver de mi hijo, Jacob.

Está tendido en el suelo como una estrella de mar, delante de la chimenea. Tiene la sien y las manos ensangrentadas. Por un instante, me quedo paralizada, sin respiración.

Él, de repente, se incorpora y se sienta.

—Mamá —dice Jacob—, ni siquiera lo estás intentando.

«Esto no es real», me recuerdo, y observo cómo vuelve a tumbarse en la misma posición exacta: boca arriba, con ambas piernas giradas hacia la izquierda.

—Mmm, hubo una pelea —digo.

Los labios de Jacob apenas se mueven.

—¿Y…?

—Te dieron un golpe en la cabeza. —Me pongo de rodillas, tal y como él me ha dicho ya cien veces que haga, y me fijo en la figura del elefante de cristal que suele estar en la repisa de la chimenea y que ahora se asoma desde detrás del sofá. Lo recojo con precaución y veo la sangre en la trompa. Toco el líquido con el dedo meñique y lo pruebo.

—Oh, Jacob, no me digas que has vuelto a acabar con mi sirope de maíz…

—¡Mamá! ¡Concentración!

Me siento y me hundo en el sofá con el elefante acunado entre las manos.

—Entraron unos ladrones, y les hiciste frente.

Jacob se incorpora y suspira. La mezcla de colorante alimenticio y sirope de maíz le ha apelmazado el pelo, su cabello oscuro; le brillan los ojos, aunque no miren directamente a los míos.

—¿Sinceramente crees que plantearía dos veces el mismo escenario del crimen?

Abre una mano, y por primera vez veo un penacho de hebras de maíz. El padre de Jacob tiene el pelo de color panizo, o al menos lo tenía cuando nos abandonó hace quince años y me dejó con Jacob y con Theo, su hermanito rubio recién nacido.

—¿Te ha matado Theo?

—En serio, mamá, este caso lo podría haber resuelto un niño de preescolar —dice Jacob, que se pone en pie de golpe. La sangre de mentira le gotea por un lado de la cara, pero no se da cuenta; me da la sensación de que cuando se concentra con tanta intensidad en el análisis del escenario de un crimen, podría estallar a su lado una bomba atómica y él no daría ni un respingo. Camina hacia la huella al borde de la alfombra y la señala. Ahora, al mirarla más detenidamente, advierto el dibujo similar a un gofre de la suela de las zapatillas Vans de skater para las que Theo estuvo ahorrando durante meses, y la última parte del logotipo de la marca —NS— que va quemado en la suela de goma.

—Se produjo una confrontación en la cocina —explica Jacob—. Finalizó con el lanzamiento del teléfono en defensa propia, y conmigo perseguido hasta el salón, donde Theo me dio un trompazo.

Ante esto, no puedo evitar una leve sonrisa.

—¿Dónde has oído esa expresión?

—CrimeBusters, episodio 43.

—Muy bien, solo para que lo sepas: significa que le has dado a alguien un buen golpe, y no que le hayas arreado con la trompa de un elefante.

Jacob parpadea frente a mí, inexpresivo. Vive en un mundo literal, una de las características distintivas de su diagnóstico. Años atrás, cuando nos trasladábamos a Vermont, me preguntó por cómo era aquello. «Muy verde —le conté—, un paisaje que te deja sin aliento.» Al oír aquello, rompió a llorar. «¿Y nos va a doler?», dijo.

—Pero ¿cuál es el móvil? —pregunto, y Theo, puntual, baja las escaleras hecho una fiera.

—¿Dónde está el rarito? —grita.

—Theo, no llames a tu hermano…

—¿Y si dejo de llamarle rarito cuando él deje de robarme las cosas de mi habitación?

Me he situado de manera instintiva entre él y su hermano, aunque Jacob nos saca una cabeza a los dos.

—No he robado nada de tu habitación —dice Jacob.

—¿Ah, sí? ¿Y qué pasa con mis zapatillas?

—Estaban en la entrada —puntualiza Jacob.

—Subnormal —dice Theo para el cuello de su camisa, y atisbo el destello de un fogonazo en los ojos de Jacob.

—Yo no soy subnormal —gruñe, y arremete contra su hermano.

Le sujeto con el brazo extendido.

—Jacob —le digo—, no deberías coger nada que pertenezca a Theo sin pedirle permiso. Y Theo, no quiero volver a oír esa palabra salir de tu boca, o me llevo tus zapatillas y las tiro a la basura. ¿He sido lo bastante clara?

—Me largo de aquí —masculla Theo, y se marcha con paso decidido hacia la entrada. Un instante después oigo el portazo.

Sigo a Jacob hasta la cocina y le veo retroceder hasta un rincón.

—Lo que ocurre —masculla Jacob, que de repente comienza a arrastrar las palabras— es… que algunos no quieren comprender. —Se pone en cuclillas y se abraza las piernas flexionadas.

Cuando no encuentra palabras para expresar lo que siente, utiliza las de otro. Estas son de La leyenda del indomable; Jacob recuerda los diálogos de todas las películas que ha visto.

He conocido a infinidad de padres con hijos que se encuentran en el extremo inferior del espectro autista, chicos diametralmente opuestos a Jacob con su asperger. Me dicen que soy afortunada por tener un hijo tan verbal, inteligentísimo, capaz de desmontar el microondas roto y tenerlo funcionando otra vez una hora más tarde. Piensan que no hay peor infierno que tener un hijo que vive encerrado en su propio mundo y sin percatarse de que hay otro más amplio por explorar; pero prueba a tener un hijo que viva encerrado en su propio mundo y, aun así, quiera establecer una conexión, un hijo que intente ser como todo el mundo, pero no sepa realmente cómo hacerlo.

Extiendo la mano hacia él, para consolarlo, pero me contengo: un ligero roce puede hacer que Jacob se dispare. No le gustan los apretones de manos, ni las palmaditas en la espalda, ni que le revuelvan el pelo.

—Jacob —empiezo a decir, y entonces me doy cuenta de que no está enfurruñado, ni mucho menos. Sostiene en alto el teléfono sobre el que ha estado encorvado, para que pueda ver el manchón negro en un lateral.

—También has pasado por alto una huella dactilar —dice Jacob, animado—. No te ofendas, pero serías una criminalista pésima. —Arranca un trozo de papel de cocina del rollo y lo humedece en el fregadero—. No te preocupes, voy a limpiar toda la sangre.

—Al final no me has dicho cuál era el móvil de Theo para matarte.

—Ah. —Jacob vuelve la mirada sobre su hombro. Una sonrisa perversa se apodera de su rostro—. Le robé las zapatillas.

•   •   •

En mi esquema mental, el asperger es una etiqueta que no describe los rasgos que posee Jacob, sino más bien los que ha perdido. Fue en algún momento alrededor de los dos años cuando empezó a omitir algunas palabras, a dejar de mirarte a los ojos, a evitar las conexiones con la gente. No nos oía, o no quería. Me quedé observándolo una vez que estaba tumbado en el suelo junto a un camión de juguete. Le daba vueltas a las ruedas, con la cara a apenas unos centímetros, y pensé «¿dónde te has ido?».

Ponía excusas para su comportamiento: la razón de que se acurrucase en el fondo del carro de la compra cada vez que íbamos al supermercado era que allí hacía frío. Las etiquetas que tenía que quitarle a su ropa eran anormalmente ásperas. Cuando me pareció incapaz de conectar con ninguno de los otros niños de preescolar, le organicé una fiesta de cumpleaños por todo lo alto, con sus globos de agua y el juego de «ponle la cola al burro». A la media hora de celebración, me di cuenta de que Jacob había desaparecido. Estaba embarazada de seis meses e histérica: los demás padres se pusieron a buscar por el patio, por la calle, por la casa… Fui yo quien lo encontró; estaba sentado en el sótano, metiendo y sacando una cinta de vídeo una y otra vez.

Me eché a llorar cuando le diagnosticaron. Hay que recordar que esto fue en 1995, y el único contacto que yo había tenido con el autismo había sido el Rain Man de Dustin Hoffman. Según el primer psiquiatra al que vimos, Jacob sufría de un impedimento en la comunicación y la conducta social, pero sin el déficit del lenguaje que caracterizaba otras formas de autismo. No fue hasta años más tarde que llegamos siquiera a escuchar la palabra asperger: simplemente, no figuraba en los radares de búsqueda en el diagnóstico. Pero para entonces, yo ya había tenido a Theo, y Henry —mi ex— se había marchado. Era un programador informático que trabajaba en casa, y no podía soportar las rabietas que se agarraba Jacob cuando el más mínimo detalle lo disparaba: una luz brillante en el cuarto de baño, el sonido del camión de UPS al entrar por el camino de gravilla o la textura de los cereales de su desayuno. Y para entonces, yo ya me había entregado por completo a los terapeutas de intervención temprana de Jacob: un desfile de gente que venía a casa decidida a sacar a Jacob a rastras de su pequeño mundo. «Quiero recuperar mi casa —me dijo Henry—, quiero recuperarte a ti.»

Sin embargo, ya me había percatado de que, con la terapia conductual y la logopedia, Jacob había vuelto a comunicarse. Podía ver la mejora. Ante aquello, ni siquiera había elección posible.

La noche que se marchó Henry, Jacob y yo nos sentamos ante la mesa de la cocina a jugar a un juego: yo ponía una cara, y él intentaba adivinar la emoción a la que iba asociada. Sonreía, aunque estuviese llorando, y esperaba a que Jacob me dijera que estaba feliz.

Henry vive con su familia actual en Silicon Valley. Trabaja para Apple y rara vez habla con los niños, aunque envía religiosamente un cheque para su manutención, todos los meses. Pero, claro, es que a Henry siempre se le ha dado muy bien la organización. Y los números. Su capacidad para memorizar un artículo del New York Times y recitarlo al pie de la letra —algo que me parecía tan intelectualmente sexy cuando estábamos saliendo— no era tan diferente de la de Jacob para aprenderse de memoria toda la parrilla televisiva cuando tenía seis años. Solo años después de que Henry se hubiera marchado, le diagnostiqué también a él una pizca de asperger.

Se discute mucho sobre si el asperger se encuentra dentro del espectro autista o no, pero la verdad, eso no importa. Es un término que utilizamos para conseguir la plaza que Jacob necesita en el instituto, no una etiqueta para contar quién es él. Si lo vieses ahora, lo primero que advertirías es que se le ha olvidado cambiarse de camisa de ayer a hoy, o peinarse. Si hablas con él, has de ser tú quien inicie la conversación. Él no te mirará a los ojos, y si haces una pausa para hablar con otra persona un instante, al darte la vuelta te podrías encontrar con que Jacob se ha marchado de la habitación.

•   •   •

Los sábados, Jacob y yo vamos a hacer la compra.

Es parte de su rutina, lo que significa que rara vez nos apartamos de ella. Cualquier novedad ha de ser introducida con mucha antelación y requiere una preparación previa, ya sea una cita con el dentista, unas vacaciones o un compañero nuevo que se una a sus clases de Matemáticas a mitad de curso. Yo ya sabía que tendría limpia y recogida su escena del crimen de mentira antes de las once en punto de la mañana, porque es entonces cuando la señora de las muestras gratuitas monta su puesto frente a la cooperativa de Townsend. Ya reconoce a Jacob de vista y le suele dar un par de minirrollitos de primavera, canapés o lo que sea que esté ofreciendo esa semana.

Theo no ha vuelto, así que le he dejado una nota por mucho que él se conozca la planificación del horario tan bien como yo. Cuando cojo el abrigo y el bolso, Jacob ya se encuentra en el asiento de atrás del coche. Le gusta ir ahí porque se puede estirar. No tiene carné de conducir, aunque es un tema que discutimos con regularidad, ya que tiene dieciocho años y hace ya dos que podría tenerlo. Conoce todos los detalles del funcionamiento mecánico de un semáforo, y es probable que pudiese desmontar uno y volver a montarlo, pero no estoy plenamente convencida de que sea capaz de recordar si se ha de parar o seguir al llegar a una intersección cuando esté rodeado de otros coches que vengan zumbando.

—¿Qué deberes te quedan por hacer? —le pregunto cuando salimos del camino de entrada a casa.

—La estupidez de Lengua.

—La asignatura de Lengua no es algo estúpido —le digo.

—Pues mi profesor sí lo es. —Pone cara de asco—. El señor Franklin ha mandado un trabajo sobre nuestro sujeto favorito, y yo quería escribir sobre el almuerzo, pero no me deja.

—¿Por qué no?

—Dice que el almuerzo no es un sujeto.

Le miro.

—No lo es, no.

—Bueno —dice Jacob—, tampoco es un predicado, ¿él no debería saberlo?

Contengo una sonrisa. La lectura literal que Jacob hace del mundo puede ser, en función de las circunstancias, o bien muy divertida, o bien muy frustrante. A través del espejo retrovisor, veo cómo presiona el pulgar contra la ventanilla del coche.

—Hace demasiado frío para las huellas —le digo de repente, algo que él me ha enseñado a mí.

—Pero ¿sabes por qué?

—Mmm. —Le miro—. ¿Se corrompen las pruebas por debajo del punto de congelación?

—El frío contrae los poros —dice Jacob—, de forma que las secreciones se reducen, y eso significa que la materia no se adhiere a la superficie ni deja una impresión latente en el cristal.

—Esa era mi segunda opción —le digo en broma.

Le decía que era mi pequeño genio porque ya desde una edad muy temprana me despachaba explicaciones como aquella. Recuerdo una vez, cuando tenía cuatro años, que estaba leyendo el cartel de la consulta de un médico cuando pasó por allí un cartero. El hombre no podía quitarle los ojos de encima, pero, claro, es que no todos los días se oye a un parvulario pronunciar con claridad cristalina la palabra gastroenterología.

Entro en el aparcamiento. Hago caso omiso de un sitio perfectamente bueno porque da la casualidad de que está junto a un coche de color naranja chillón, y a Jacob no le gusta el color naranja. Siento cómo toma aire y aguanta la respiración hasta que pasamos de largo. Salimos del coche, y Jacob va corriendo a por un carro; a continuación, entramos.

El sitio que suele ocupar la señora de las muestras gratuitas está vacío.

—Jacob —digo de inmediato—, no es para tanto.

Mira su reloj.

—Son las 11.15. Viene a las once y se va a las doce.

—Habrá pasado cualquier cosa.

—Cirugía de un juanete —interviene un empleado que está apilando cajas de zanahorias a poca distancia—. Estará de vuelta en cuatro semanas.

La mano de Jacob comienza a sacudirse contra su pierna. Echo un vistazo a la tienda y calculo mentalmente si causará una escena mayor intentar sacarlo de aquí antes de que sus movimientos compulsivos se conviertan en un ataque con todas las de la ley, o si seré capaz de reconducirlo hablándole.

—¿Te acuerdas de cuando la señora Pinham no pudo ir a clase durante tres semanas porque se contagió con un herpes, y no pudo avisarte con antelación? Pues esto es lo mismo.

—Pero son las 11.15 —dice Jacob.

—La señora Pinham se puso mejor, ¿verdad? Y todo volvió a la normalidad.

A estas alturas, el hombre zanahoria nos mira fijamente. ¿Y por qué no habría de hacerlo? Jacob parece un joven del todo normal. Está claro que es inteligente, pero es probable que el hecho de ver su día alterado le haga sentir igual que si a mí me dijesen de pronto que tengo que tirarme haciendo puenting desde lo alto de la torre Sears.

Cuando surge un gruñido grave de la garganta de Jacob, entonces sé que hemos dejado atrás el punto de no retorno. Retrocede, se aparta de mí y choca de espaldas contra una estantería cargada de botes de encurtidos y salsas. Algunos tarros se caen al suelo, y el sonido de los cristales rotos le pone a cien. De repente, Jacob está chillando: una nota aguda de lamento que se ha convertido en la banda sonora de mi vida. Se mueve a ciegas y arremete contra mí cuando extiendo los brazos en su busca.

Son solo treinta segundos, pero treinta segundos pueden durar una eternidad cuando eres objeto del escrutinio de todo el mundo, cuando forcejeas con tu hijo de más de metro ochenta hasta llevarlo al suelo de linóleo y lo sujetas con todo el peso de tu cuerpo, el único tipo de presión que puede calmarlo. Aprieto los labios contra su oído.

—I shot the sheriff —le canto—, but I didn’t shoot no deputy…

Esa canción de Bob Marley le ha tranquilizado desde que era pequeño. Había veces que la ponía las veinticuatro horas del día solo para tenerlo en calma; el mismo Theo se sabía la letra entera antes de cumplir los tres años. En efecto, la tensión comienza a abandonar los músculos de Jacob, y los brazos quedan relajados a ambos lados de su cuerpo. Una lágrima solitaria brota de la comisura de su párpado.

—I shot the sheriff —susurra—, but I swear it was in self-defense.1

Tomo su rostro entre mis manos y le obligo a mirarme a los ojos.

—¿Bien ya?

Vacila, como si estuviese llevando a cabo un inventario a conciencia.

—Sí.

Me incorporo y, sin darme cuenta, me arrodillo en el charco de vinagre. Jacob también se incorpora y se abraza las piernas hasta llevarse las rodillas al pecho.

Se ha formado una multitud a nuestro alrededor. Además del hombre zanahoria, el encargado de la tienda, varios clientes y unas niñas gemelas que lucen un firmamento de pecas a juego en las mejillas descienden todos su mirada sobre Jacob con esa curiosa mezcla de horror y lástima que nos persigue como un perro que nos mordisquease los talones. Jacob sería incapaz de matar una mosca —ya fuese en sentido literal o figurado—, le he visto ahuecar las manos para trasladar una araña durante un viaje de tres horas en coche con tal de soltarla viva al llegar a nuestro destino; pero si eres un extraño y ves a un hombre alto y musculoso tirando estanterías abajo, al mirarlo no asumes que está frustrado. Piensas que es violento.

—Es autista —les suelto—. ¿Alguna pregunta?

Descubrí que la ira es lo que mejor funciona. Es la descarga eléctrica que necesitan para apartar la mirada del morbo de la escena. Como si nada hubiese sucedido, los clientes vuelven a dedicarse a escoger entre las naranjas navel y a embolsar pimientos. Las niñas salen corriendo por el pasillo de los productos lácteos. El hombre zanahoria y el encargado no se miran, y eso me viene de maravilla: sé cómo manejar su curiosidad malsana; es su amabilidad lo que podría partirme en dos.

Yo guío el carro, y Jacob viene detrás de mí arrastrando los pies. Un leve tic persiste en su mano, que lleva pegada al costado.

Mi mayor deseo para Jacob es que no sucedan momentos como este.

Mi mayor temor: que lo harán, y yo no estaré siempre ahí para evitar que la gente piense lo peor de él.

1. «Disparé al sheriff, pero no disparé a su ayudante… / Disparé al sheriff, pero juro que fue en defensa propia.» (N. del T.)

About The Author

Photograph © Adam Bouska
Jodi Picoult

Jodi Picoult received an AB in creative writing from Princeton and a master’s degree in education from Harvard. The recipient of the 2003 New England Book Award for her entire body of work, she is the author of twenty-seven novels, including the #1 New York Times bestsellers House Rules, Handle With Care, Change of Heart, and My Sister’s Keeper, for which she received the American Library Association’s Margaret A. Edwards Award. She lives in New Hampshire with her husband and three children. Visit her website at JodiPicoult.com.

Product Details

  • Publisher: Atria Books (November 26, 2013)
  • Length: 704 pages
  • ISBN13: 9781476728360

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